sábado, 21 de mayo de 2016

El momento



Georges de la Tour, fragmento de Magdalen with the Smoking Flame.


Llegará esta noche. Llegará con la lentitud de todas las cosas que llevan toda una vida esperando, como la nieve, como esta nieve dura y pesada que se posa en las ramas de los pinos hasta hacer que se quiebren.
Llegará por la noche, de madrugada, cuando los niños duerman y Lola vaya a la cocina a prepararse un café.
No es difícil imaginarlo, llevo una semana viendo nevar desde la cama, sólo viendo nevar, y cuando esto sucede, cuando sólo puedes ver el blanco de los copos abriéndose camino como zapadores tenaces en las ramas que golpean en el cristal, en los alféizares, en los marcos de las ventanas, sólo puedes saber que el momento ya ha llegado, y que a la primera oportunidad que tenga, se meterá en la habitación por la rendija de la ventana, y luego, una vez debajo de las sábanas, sobre los dedos de mis pies (cada vez más fríos, más duros, hojas secas y congeladas que empiezo a sentir aplastadas por la manta fría y crujiente; sobre mi cuerpo, un metro de nieve congelada).
Llegará, está llegando desde hace una semana, lento, pesado, tan lento y pesado que agota la espera, tanta demora para un desenlace tan inevitable. Cansa tanto suspense inútil, tanta inmovilidad. En realidad, si tuviera fuerzas para levantarme de la cama, me gustaría salir así como estoy, en pijama, descalzo, a la calle, pisar la nieve y acortar la espera, hacer que el frío que quema como una pequeña llama en las puntas de los dedos de mis pies ascienda, prenda por fin el resto del cuerpo.
No quiero pensar en la calle, en el mundo que transcurre con extraña normalidad fuera de estas paredes, pero me resulta imposible. El recuerdo de otras nevadas impacta en mi cabeza como pequeños y violentos pedruscos de hielo llegados de un tiempo que para mí ya es pasado. Puedo imaginar los coches cubiertos de una capa inmensa de nieve, las mujeres cargadas de bolsas regresando con dificultad a sus casas, los hombres rústicos y fuertes limpiando con palas las entradas de los garajes. También a mis propios hijos, liberados de ir al colegio, jugando aquí al lado con los demás niños del pueblo, tirándose bolas y bajando por las cuestas con sacos de plástico. Puedo imaginar sus rostros llenos de vida, inconscientes de este momento y del que vendrá, inconscientes de que jamás les veré crecer, que jamás podré enseñarles a sufrir la enfermedad ni a leer la muerte detrás de una hermosa cortina de nieve blanca, gruesa y pesada.
Pero ni siquiera puedo levantarme para verlos y despedirme de ellos desde la ventana. Sólo oigo sus gritos de felicidad (unos gritos que no se repetirán mañana).
Mientras, sigo aquí solo, inmóvil, en esta cama, escuchando a Lola.
Y sé que llegará. Esta noche. No, más tarde, al amanecer, cuando los niños duerman y Lola vaya a la cocina a prepararse un café, o un Cola Cao caliente, o simplemente a hacer lo mismo que hace ahora: llorar, sentada a la mesa, con las palmas de la mano en las mejillas.
Por entonces yo ya estaré durmiendo, podrido de marihuana.

El momento será, entonces, silencioso, sin tragedias, monótono como la visión que tengo a través de la ventana, una lenta caída, un frío lento y anciano ascendiendo desde los dedos gordos de los pies hasta las ingles, y de allí, esparciéndose por todo el cuerpo como la última savia de un árbol enfermo, primero por todo el tronco y luego por los brazos, ramas caídas junto a mis costillas.
Me sosiega esta imagen; imaginarme que muero con la dignidad de un viejo y arrugado pino arrancado del suelo por la nieve.
Será lenta su llegada, silenciosa, un pequeño brillo en la monótona y opaca visión que tengo, desde hace una semana, a través de los cristales.
Una vez llegue a mi cabeza, que ahora imagino como una inmensa copa llena de sueños incumplidos, Lola dejará por fin de llorar.

Solsticio de verano

Moriremos hoy, al amanecer, cuando el fuego abandone las cenizas y se desvanezca entre las primeras luces del día.
Moriremos, estamos muriendo poco a poco, te digo ahora mismo mientras tú me miras con rostro de cadáver y metes la mano por debajo de mis calzoncillos (yo hago lo mismo por debajo de tus bragas).
Al fondo, sobre las murallas y el campanario, suena la orquesta. Estallan petardos, carcajadas, cristales, y el fuego, ubicuo como el deseo que nos posee, se abre camino como largas columnas salomónicas, delgadas y sinuosas como tus piernas.
"Hoy es el último día de nuestra adolescencia", te digo completamente ebrio, los pulmones ahogados por el tabaco.
Pero tú te ríes, no quieres creerme, y me das un morreo para acallarme.
Mientras mezclamos nuestros alcoholes, tu saliva y la mía, mi cerebro está en tus manos, sólo pienso con mis manos, que sienten como este momento se les escurre entre los dedos, impotentes por abarcar tanta inmensidad (tus labios verticales abriéndose poco a poco).
"Está a punto de terminarse", pienso cuando, después de vaciarme dentro de ti, me tiendo a tu lado y contemplo la noche por última vez.
A partir de hoy seremos adultos: trabajaremos de nueve de la mañana a seis de la tarde, nos casaremos y tendremos hijos, seguramente con otra persona; pero ahora, antes de que se haga de día, te digo al oído, después de haberte hecho el amor bajo las estrellas, seguimos siendo inmortales, la inmortalidad aún nos envuelve y nos protege como un hemisferio de humo, pavesas y cenizas que echan el vuelo y luego caen, abatidas, entre nuestros brazos enlazados sobre la hierba.